viernes, 27 de febrero de 2009

Ni de Eva ni de Adán

Amélie Nothomb
Anagrama, 2009
173 pp.
 






Nos tiene acostumbrados Amélie Nothomb a la osadía con que se expresa, que no es otra cosa que el reflejo de la osadía con que ella misma vive. En la estela de otros libros de la misma autora, Ni de Eva ni de Adán vuelve a ser una novela (¿?) autobiográfica. Ya sé que la definición es contradictoria. Pero quizás es más aceptable esta contradicción si se considera que la energía con que afirma su personalidad crea circunstancias, situaciones y hechos que rozan la ficción y generan una realidad tan particular que la sitúan continuamente al borde del territorio de lo inventado. Pura novela.

Amélie Nothomb lleva Japón en sus venas. Y Bélgica, el país que figura en su pasaporte, también. De sus cinco primeros años en Japón nos habló en Geografía del hambre. Hija de diplomático, allí aprendió hablar en japonés, creció rodeada de su aya y de las personas del lugar que atendían el servicio de su casa y fue al colegio como una niña más. ¿Cómo una niña más? Bueno, tampoco es eso, porque en medio de una atmósfera japonesa, por un lado, y belga, por otro, ya apuntaba las maneras de independiente radical que iban a ser las que encontramos ahora en Ni de Eva ni de Adán.

Amélie, después de haber recorrido medio mundo, siguiendo de un país a otro a su padre embajador o movida por las vicisitudes de sus estudios, regresa a Tokio. Quiere recuperar sus raíces y también el idioma que aprendió. Y quiere, sobre todo, satisfacer el placer y la admiración inmensos que siente por todo lo japonés.

Casi todo en Amélie Nothomb es impulso libérrimo y vital. De ahí que lo que cuenta resulte divertido, insólito y jugosamente exagerado a lo largo del relato. En muchos momentos de la lectura se pregunta uno cómo se puede escribir con la frescura con que lo hace Amélie Nothomb cuando está inspirada. El desparpajo con que maneja las ideas, la libertad –vitalmente ácrata- con que utiliza el lenguaje, las situaciones que cuenta y que crea construyen una narración brillante y divertida, próxima a la risa.

Todo ello para hablarnos de Japón: del Japón que ella encuentra que es el de Rinri, el alumno de francés que descubre a través de un anuncio y al que ella va a dar clases. Y con el que irá desarrollando una relación que enseguida pasa a mayores.

Pequeños episodios, descubren a Rinri y a Japón. Y descubren a esta japonesa de adopción que es Amélie Nothomb, girando en una órbita siempre excéntrica respecto a una realidad excéntrica para cualquier occidental como es la japonesa.
La comida, los abuelos de Rinri y sus padres, los paseos por el parque, la ascensión a un monte tan sagrado como es el Fuji entre muchos otros episodios van desgranando indicios sobre la vida en Japón, siempre matizados por la ironía y el humor inconformista que componen las esencias de la autora. Un aroma cómico envuelve el libro entero y empuja al lector a terminarlo. 

Pero el humor no oculta las reflexiones que hace la Amélie Nothomb, ni suaviza la mirada perspicaz con que se acerca a cuanto le rodea. Amélie Nothomb es especialmente afortunada cuando habla de sí misma. Será porque conoce bien su vida y probablemente también porque ella misma se sorprende de sus propias ocurrencias y las sabe explotar a favor del lector en forma de relato. Ni de Eva ni de Adán se lee deprisa y con gusto. Es un divertimento por el que merece la pena dejarse seducir.

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viernes, 20 de febrero de 2009

Begiz Begi. Miradas a cámara


Alberto Iñurrategi
Fundación Bilbao Bizkaia Kutxa, 2009
258 pp.






Publicado por Pablo Strubell


Por fortuna, no es sólo una portada. Pues hay libros de fotografía que se quedan solamente en eso, en la fotografía de portada. Libros en los que el contenido está vacío de calidad, de emoción y de interés.

Éste podría haber sido uno de ellos sino es porque Alberto Iñurrategi demuestra tener una sensibilidad especial, hacia las montañas (que es de lo que trata este libro fotográfico) y hacia las gentes (que rodean esas montañas). El libro del que hoy hablamos es Beguiz Begui, Miradas a cámara.

Lo bueno de ser montañero es que esta afición ofrece una buena excusa para visitar casi cualquier país. Basta una colina o una pared vertical para justificar la presencia allí donde se hallen. Por eso, este libro no sólo trata del Himalaya sino que nos acerca también a países en los que ni siquiera pensamos cuando hablamos de alpinismo: Mali, el Sahara o Nueva Zelanda, por ejemplo.

Muchos y variados son los protagonistas y los enfoques en que se detiene el libro. Vemos en él fotografías de alta montaña, pero también específicamente de escalada. Vemos a escaladores, a grandes deportistas, y casi me atrevería a decir a héroes, que vencen con su esfuerzo la dificultad que acompaña a la altura, al frío y a la superación de imponentes desniveles…

Me hubiera gustado, vista la calidad de las fotos, que lo social, las gentes, las religiones, hubieran tenido mayor protagonismo. Pero se trata de un libro de montañas: un elogio a la naturaleza. Aún con ello, pequeñas fotos se insertan entre enormes instantáneas de glaciares, ascensiones, cumbres nevadas y nos acercan al lado más humano. Aparte de las bellas y apabullantes imágenes que sitúan al hombre en su verdadera dimensión (insignificante frente a las moles de piedra o ante enormes aludes de nieve) me gustaron especialmente las fotografías de detalle: un primer plano de la mano de un hombre que come arroz; unos pies hinchados tras un duro día de ascensiones; o la divertida imagen de portada: el retrato de un porteador con sus redondas y divertidas gafas… Fotos, todas ellas, en las que se observa que, además de escalar, Alberto ha tenido tiempo para observar.

Son interesantes también (es reseñable la intención de no quedarse en un mero libro de gran formato) las reflexiones que el autor hace a raíz de sus viajes. Frases como “nuestros méritos deportivos están en función de la publicidad que se les haga”, o “la montaña es nuestro viaje en el tiempo, nuestro retorno a lo lejano oscuro y peligroso” o haciendo referencia a países subdesarrollados “enemigos potenciales ayer, sumisos tercermundistas hoy”, dan color y matices al texto a la vez que buscan la complicidad del lector.

Rematan el libro una buena y moderna maquetación (que permite valorar cada fotografía en su justa medida), una excelente impresión y una sabia elección del formato (porque es enorme y ayuda a acercarnos a cada detalle), a todo lo cual ha contribuido la Fundación de un banco, el BBK, que se ha hecho cargo de la edición en una iniciativa poco habitual en el mundo del libro y que es de agradecer.

El resultado es pues una obra excelente sobre la que hay que advertir que, si bien no es barata, vale, sin lugar a dudas, esos setenta y seis euros que marca el precio de venta en librerías.

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domingo, 15 de febrero de 2009

El Emperador

Ryszard Kapuscinski
Anagrama, 2008
205 pp.






La reedición casi constante de las obras de Kapuscinski las pone, a ellas y al autor, de actualidad permanente. Llega, pues, el turno de hablar de El Emperador.

El Negus, era una figura excepcional en el oriente africano. Rodeado de una aureola mítica, era también el gran desconocido, porque Etiopía lo era para el gran público europeo y norteamericano.  Excepcional, en cuanto se reclamaba de una ascendencia que venía del mismísimo Salomón y por cuanto gobernaba un imperio con profundas raíces en la historia -en un continente como el africano donde la historia parecía no existir-, saltó a la actualidad de los periódicos cuando su poder fue cuestionado a través de revueltas y de golpes de estado.

Un ejército con viejos carros de combate y con soldados que luchaban descalzos a falta de zapatos acabó por dar la puntilla al que teóricamente era el imperio más antiguo de este mundo, y a la continuidad de un linaje de reyes por el que podíamos seguir el rastro de la historia hasta la Jerusalén bíblica.

Y aquí es donde interviene Kapuscinski. Cuando la revuelta comunista se hace con el gobierno del país, el autor, polaco, entonces de detrás del telón de acero, se instala en Addis Abeba y se pone en contacto con el mundo en la clandestinidad de quienes sirvieron en el palacio a Haile Selassie, el Rey de Reyes. Con discreción, introducido por los contactos que pudo hacer en alguna visita previa y eludiendo la implacable vigilancia de la policía y los espías, consigue sentarse con multitud de personajes que estuvieron al cargo de las más diversas responsabilidades en palacio. Y con ellos toma nota del relato que hacen de Su Más Sublime Majestad, pero también del funcionamiento de la corte, del particular modo como discurría el gobierno del imperio y de la situación del imperio mismo y de sus gentes.

Cuentan las malas lenguas, desconozco si bien o mal documentadas, que Kapuscinski trabajaba entonces a favor de la política exterior de la Unión Soviética. Trataba de argumentar que el destronamiento de El Negus estaba más que justificado tanto por el deficiente gobierno del que era objeto el imperio como por los cambios ocurridos en el mundo y que dejaban a Etiopía poco menos que como una reliquia imposible en el museo de los residuos de la historia.

Sea lo que sea, Kapuscinski extrae de los funcionarios del imperio con los que habla relatos llenos de interés. Kapuscinski simplemente anota. ¿O hace más que eso?

Desconozco de nuevo la situación y el lector deberá recomponer por sí mismo la escena. Porque estamos frente a un documental cuyas tomas se disponen en las páginas del libro en un orden que sin duda no fue aquél en el que fueron tomadas y en un formato en el que el ´montador’ –lo mismo que en el cine- tiene un papel decisivo por cuanto elige, corta y pega las secuencias en número y en el orden que él decide y que dará continuidad y contenido al resultado final.

Las confidencias que recibe Kapuscisnki son cuanto menos llamativas. Las hacen gentes próximas al rey y que comulgan con este imperio que está a punto de derrumbarse. Pero son puntos de vista, muy a menudo, guiados por el sentido común. La forma de pensar de estos representantes de la Etiopía ancestral se expresa con transparencia, con apego al monarca, pero también con mirada crítica y a veces con indudable ironía.

La explicación por parte de un responsable de palacio de cómo evolucionaba la personalidad de quienes eran ‘bendecidos’ con un cargo por la gracia del emperador, de cómo cambiaba su comportamiento, sus gestos e incluso su físico es un ejercicio de irónico distanciamiento divertido y esclarecedor. La angustia de un funcionario de palacio ante la deriva de su hijo universitario que participaba en manifestaciones y el discurso que construye para defender la conveniencia de pensar lo menos posible y de evitar el estéril ejercicio de querer cambiar las cosas por medio de la razón es casi conmovedor.

Estuviera o no Kapuscinski interesado en justificar que el imperio de Haile Selassie tenía los días contados, lo cierto es que El Emperador muestra bien una época y el punto final de una monarquía. La imagen de El León de Judá, el Gran Señor, Su Magnánima Majestad, el Más Extraordinario Soberano… no se empequeñece en el libro porque se enmarca dentro de una historia donde los personajes tienen poco espacio para ser distintos de cómo son.

Etiopía ya es de por sí un mundo aparte. El emperador no lleva registros escritos de nada, todo alrededor suyo discurre por la palabra. El país vive en el pasado. La esclavitud no se abolirá hasta bien entrado el siglo XX. Los clanes aristocráticos buscan a codazos adelantarse unos a otros en el favor de Rey y éste debe maniobrar con astucia para mantener los equilibrios entre todos. La educación es mal recibida por la corte porque parece un capricho injustificado que sólo puede traer desgracias. Y el deseo del Emperador de apuntarse al camino de progreso que han emprendido otros países africanos recibe la mirada escéptica de todos cuando no su explícita reprobación.

El Emperador es un eslabón necesario para conocer la Etiopía de hoy. Otros serán la historia pasada o la más reciente, pero el final del imperio que inaugura la Etiopía moderna, cierra una era y dispone los peones para llevar el país a lo que es hoy tiene en el libro de Kapuscinski una versión, si no completa, útil y muy interesante para el lector. Una versión que es, además, el reflejo valioso de las voces de los protagonistas que asistieron a los momentos convulsos en que el legendario imperio dejó de existir.

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domingo, 8 de febrero de 2009

Diario de un lobo. Pasajes del mar Blanco


Mariusz Wilk
Alba, 2009
278 pp.





Una leve sensación de vértigo embarga al lector en los primeros párrafos de Diario de un lobo porque vislumbra la posibilidad de que en la lectura que ha hecho hasta el momento de numerosos libros de viajes tal vez no haya entendido nada. 

Las islas Solovki se hallan en el mar Blanco, al norte de Rusia a menos de doscientos kilómetros del Polo Norte. Es una tierra entrelazada con el mar, de clima y condiciones de vida extremas y aislada. Mariusz Wilk, el autor del libro es un periodista polaco, joven, cuando decide instalarse en el lugar donde marcha a vivir durante más de diez años.

Mariusz Wilk, en Diario de un lobo va a hablarnos de las islas: de su suelo, de su gente, de sus paisajes, de los cielos, de la vegetación, del clima, de lo que se cultiva, de lo que fueron las islas tiempo atrás, de lo que son ahora, de cómo discurre la vida en ellas, de lo que se vislumbra para el porvenir.

Pero ¿por qué hablar de las Solovki, siendo como son un lugar tan excéntrico, diminuto y singular? Sostiene el autor la teoría de que viajar debe ser más que mirar, haber leído, tratar de entender y luego contar o recordar aquello que se ha visto. Sostiene que conocer obliga a mucho más. Sobre todo si se trata de algo tan opaco, exótico y difícil de penetrar como es Rusia.

Sostiene Mariusz Wilk que ese espacio euroasiático que es Rusia posee unas interioridades que invalidan la realidad superficial a que nos hemos acostumbrado después de leer los periódicos, algunos libros o tras algunas conversaciones con la gente del país. Hay dos Rusias y la Rusia oculta es la que contiene el alma profunda y largamente acrisolada de una nación cuyas raíces se hunden en un mundo oscuro.

Mariusz Wilk no elude polemizar con su paisano Kapuszinski al que admiramos y hemos convertido en maestro de la interpretación de las sociedades más diversas. El método de Kapuszinski no vale, al menos cuando hablamos de Rusia, porque según Wilk, cuanto más se sabe menos son las cosas que consiguen encajar en el rompecabezas en que consiste todo ejercicio de comprensión. Rusia es otra cosa y Occidente no ha sabido ver de ella más allá de su piel.

Esta es la razón que lleva a Wilk a instalarse en las islas Solovki, en las que ve una Rusia en pequeño: el lugar donde podrá penetrar en el mundo que le rodea, con suavidad, con todo el tiempo por delante convirtiéndose él mismo en un ruso capaz de oír y sentir en ese plano profundo al que tanto cuesta acceder a los extranjeros.

Pequeñas en tamaño, fuera de los caminos, con un clima infernal, cuesta pensar que las Solovki hayan tenido relevancia alguna en la historia de Rusia. Y sin embargo el hecho de su importancia es el primer toque de atención a favor de la afirmación de Wilk  de que en Rusia pocas cosas son lo que parecen. La iglesia ortodoxa tuvo en las Solovki un monasterio inmenso cuya influencia alcanzó a Rusia entera y que atrajo el favor de los zares. En las Solovki hubo también el primer campo de concentración de la Rusia soviética, cuyo modelo se replicaría más adelante en otros lugares. Y en las Solovki se han refugiado hoy gentes de todos los pelajes y de lugares distantes para componer una mezcla diversa y también dramática.

El declive –ruinas- del espléndido monasterio, el abandono de las instalaciones de campo de trabajo, el deterioro ecológico y el social que se advierte en las Solovki reproducen la Rusia actual. Son la herencia de una historia confusa y accidentada. Son el reflejo de un mundo duro cuyo porvenir es opaco como las densas nieblas del invierno. 

“Algunos de (los) caminos conducen hacia el interior de la isla; otros al interior de tiempo; algunos serpentean a lo largo de la costa, ribeteados por las olas como los encajes rusos; otros, en cambio, cruzan a través del lodo o de la memoria.”

Los paisajes de las Solvki tienen algo de imaginario. Se entiende que enmarcados en la naturaleza excesiva que acompaña a las tierras boreales reflejen las amenazas y también las promesas de vida que contienen el agua, la luz y el bullir atropellado que sigue al cortísimo verano. Y se entiende, que en contacto con los hombres puedan ser el escenario donde se representan escenas de la vida que ayudan al espectador atento a comprender a los personajes y a las interioridades de su papel.

Leer Diario de un lobo es entrar en un mundo de reflejos. Y es descubrir, o recordar de nuevo, que Europa se confunde con Asia en un vasto territorio que, como no podía ser de otro modo, posee una entidad propia, desarrollada en un espacio que poco tiene que ver con aquel del que nosotros procedemos y desde el que tratamos de entender a los demás.  Por fin, es también asomarse a los hechos. Diario de un lobo no trata solo de entender 'el alma rusa'. Si lo hace es para acercarse al país real, a la Rusia de hoy desprovista de recursos y empobrecida, desolada por el colapso de lo que fue la Unión Soviética, esquilmada por una legión de bandidos que han llegado incluso allí donde el frío se enseñorea durante casi todo el año y el alcohol es consuelo que apaga las penurias de todos los días.

No hablamos de filosofía ni de la belleza de los paisajes blancos que la nieve cubre. Diario de un lobo es la Rusia de hoy y es el modo que el lector tendrá para acercarse a ella desde una perspectiva nada habitual pero certera.

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domingo, 1 de febrero de 2009

Hikayat. Relatos de mujeres libanesas


Roseanne Saad Jalaf, editora
Océano, 2009
264 pp.






Pienso que pocas veces la literatura ha reflejado los cambios sufridos por un país en los últimos años como Hikayat ha hecho refiriéndose al Líbano. Y es que, al centrarse en escritos realizados por mujeres, tira de dos hilos particularmente importantes para mostrar aspectos vitales de la evolución del país.

El primero hace referencia a la reciente historia del propio Líbano. Esa especie de Suiza incrustada en el Mediterráneo oriental, moderna y rica parecía un sueño y sin embargo era real antes de que entrara en un rosario de guerras que iban a destruirla. La prosperidad era un tapón que había detenido el tiempo. Había congelado un equilibrio que parecía estable, resultado de una prodigiosa sabiduría que permitía convivir a gentes de religiones y de comunidades muy diversas pero amparadas por una cultura, que parecía innata, de buena vecindad. Fenicios en el origen, trabajadores, hábiles en el comercio, acostumbrados al manejo del dinero, habían creado una sociedad moderna donde sobresalían grandes y bellos edificios, banqueros y potentados y una plétora de profesionales salidos de la prestigiosa Universidad Americana de Beirut. En resumen, un envidiable remanso de paz y de progreso.

El segundo tiene que ver con las mujeres. Aunque en muchos aspectos liberal, la sociedad libanesa vivió presa de sus tradiciones. Probablemente, como un acto reflejo para la propia supervivencia, las distintas comunidades mantuvieron su fidelidad a las raíces y con ella fijaron el papel de la mujer manteniéndolo en el ideal de las viejas costumbres de dedicación a la familia y de sumisión al varón.

¿Por qué Hikajat habla con tanta profundidad del camino recorrido por la sociedad libanesa en los últimos años? Porque la guerra y la pérdida de la prosperidad dieron un vuelco a todos los órdenes de la vida y abrieron un camino que dio presencia a las mujeres en la literatura. El desplome del Líbano feliz discurrió en paralelo al surgimiento de nuevas voces: voces femeninas.

No es que se abriera el abanico de los escritores y fueran por ello mismo más numerosos quienes desearan expresarse a través de la literatura. Lo que se abrió de repente fue un mundo silenciado y con una sensibilidad particular. Son numerosos los ensayos y teorías sobre la especificidad de la literatura escrita por mujeres. Pero en el caso del Líbano, seguramente, hay que hablar de una situación especialísima debido al colapso entero del país y a la experiencia traumática de una interminable situación de guerra y conflicto. La voz de los hombres estaba más próxima al lenguaje de la guerra. La de las mujeres emergió de forma más innovadora y al proponer un discurso lo hizo desde una posición nueva. Y, hay que decirlo, casi siempre doliente después de tanto sufrimiento.

Hihajat hilvana uno tras otro relatos cortos. Hasta veintiséis. Y por supuesto, son todos distintos. Son distintos en la época en que fueron escritos y en la historia y sensaciones que transmiten.

La época de la que surgen y a la que se refieren es en realidad un lapso de tiempo muy breve. Reciente. Pero es que la historia del Líbano ha estado tan marcada por acontecimientos dramáticos que los antes y los después dejan huellas en los tonos de quienes se expresan y determinan experiencias colectivas que sólo los libaneses reconocen. Además de los acontecimientos y los ritmos que definieron el discurrir de la historia libanesa, hubo generaciones distintas, posiciones políticas, sensibilidades religiosas y circunstancias de vida personales que dieron lugar a visiones diversas y también a expresiones literarias diferentes.

No siempre el relato corto es bien aceptado por los lectores, más acostumbrados a la novela. Pero el caso de Hikayat es un caso especial. El prólogo del libro es aleccionador porque introduce en el entorno de la producción literaria femenina en el Líbano y porque da algunas claves que ayudan a comprender lo que el lector hallará en los relatos que dan contenido al libro.

Experiencias de soledad, de quienes se quedaron en las ciudades desoladas y de quienes tuvieron que huir, relatos de quienes vivieron desde el extranjero el conflicto y sintieron fuera de casa su condición libanesa, narraciones escalofriantes de quienes perdieron la razón y cuentos también –y sorprendentes- de quienes hallaron un sentido en la vida en momentos en los que ningún acto era gratuito y la supervivencia era un ejercicio consciente de voluntad de vivir. 

Todo un abanico de historias y situaciones compone ese mosaico de emociones que dan vida a Hikayat. Una antología de pequeños escritos de mujeres libanesas, no consagradas en la gran literatura, podría no ser más que un trabajo de edición destinado a lectores curiosos. Hikayat es mucho más que eso y, desde luego, es un libro rico en contenido y lleno de interés para cualquier lector. 

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