viernes, 25 de mayo de 2012

Hacia una montaña en el Tíbet

Hacia una montaña en el Tíbet

Colin Thubron
RBA, 2012
253 pp.

El viaje que emprende Thubron es, ni más ni menos, hacia el monte Kailash, una cima aislada, de poderosos perfiles, situada al norte de los Himalayas, en tierra tibetana ...



Colin Thubron
RBA, 2012
253 pp.





Colin Thubron es uno de los grandes de la literatura de viajes contemporánea. La Ruta de la Seda, China, las repúblicas asiáticas que nacieron tras la desintegración de la URSS, Rusia, Siria, Líbano, Turquía, Chipre… fijaron su atención y orientaron sus viajes. Y terminaron siendo objeto de algunos de sus libros.

He señalado que Thubron es un autor contemporáneo porque entre los más reconocidos de la literatura viajera destacan los escritores de la primera mitad o de mediados del XX y son muy pocos los escritores actuales y en activo. Thubron, que para más señas fue condecorado con la Orden del Imperio Británico en 2008, sigue escribiendo y Hacia una montaña en el Tíbet no es una reedición sino un libro totalmente nuevo y actual. Aunque en la lectura aparezca un mundo anclado en el tiempo y que en buena parte pudiera ha ver sido escrito muchos años atrás, de lo que nos habla es de hoy, de un mundo vivo todavía.

Había que situar a Thubron porque éste es un extraño libro de viajes. Además de lo que el autor descubre en el curso de su aventura, el lector –y el autor también- percibe a lo largo del relato un fin de ciclo. Estamos ante lo que es también un acontecimiento vital singular que penetra en el viaje y da un relieve especial a la narración.

El viaje que emprende Thubron es, ni más ni menos, hacia el monte Kailash, una cima aislada, de poderosos perfiles, situada al norte de los Himalayas, en tierra tibetana y que es profundamente sagrada tanto para hinduistas como para los budistas. Digo profundamente sagrada porque inspira una devoción extrema, rodeada de respeto, temor y arrebato en millones de personas y en millares de peregrinos que acuden a ella en medio de sacrificios enormes.

Thubron, acude, por supuesto, al Kailash desprovisto de devoción. Pero decide el destino porque apuesta por la emoción. Elige un lugar tan cargado de significados, tan antiguo en sus mitos, tan duro de alcanzar, que el viaje hasta él obliga a dejarse llevar por emociones que acaban despertando los más hondos sentimientos de la propia vida. El viaje no es fácil. Se inicia en un punto perdido en Nepal, a pie. Y se desarrolla al ritmo lento del caminar por senderos, en medio de una geografía avasalladora.

Lentamente Thubron describe la belleza del paisaje, la singularidad de su aislamiento, su extraña realidad. Pero destaca su dureza y la miseria que impone a todos cuantos viven, con precariedad extrema, en su suelo. Soledad, sacrificio, encierro son las condiciones de vida que se han mantenido durante siglos y que sostienen en la conciencia de los habitantes una espiritualidad compleja, cargada de mitos, donde demonios, dioses locales, chamanes, ritos y creencias se mezclan con el budismo o el hinduismo que llegaron en tiempo inmemorial.

Las sensaciones de este raro viaje se van componiendo de reflexiones sobre el padre fallecido, sobre los recuerdos llevados de la India a Inglaterra que abren un espacio a la melancolía y también al encuentro consigo mismo.

Pero el relato evoluciona. Penetra en el complicado laberinto de las creencias locales que conectan con esa lógica difusa de los mundos trascendentes llenos de divinidades y de acontecimientos que como las muñecas rusas contienen en su interior esencias contradictorias que emiten reflejos cuya interpretación ha ido creando sectas, doctrinas y maestros en una amalgama inabarcable.

Thubron observa. “Me intriga la ligereza y carencia de necesidades (de los monjes). Su falta de posesiones me parece al mismo tiempo un indicio de libertad y una reducción patética. Sus risas optimistas me siguen valle arriba, pero no los envidio”. Advierte de las diferencias entre el universo budista, no cruel, pero invadido por dioses y demonios tomados de creencias más antiguas y el universo hindú, hecho de destrucción y de sacrificios crueles. Pero se deja llevar por la dureza del viaje, por la altura, por el choque que representa la llegada al Tíbet chino, por los encuentros con peregrinos que acuden a la montaña sagrada y se ve él mismo desbordado.

La geografía imponente del Kailash, sus paredes sobrecogedoras, el frío, la altura, el sacrificio de vencer las pendientes que lo rodean pesan sobre el caminante. Lo mismo que pesan el espectáculo de los peregrinos entregados a su devoción y el contenido místico que acompaña a cada piedra, a cada curso de agua, a los lagos, a las aristas a las cuevas de la montaña y a cualquier accidente cargado de una santidad extrema.

Si el viaje se inicia con lentitud, la presencia del Kailash acelera el relato. Impone un clímax que desborda el tono terrenal en que se mueven las etapas anteriores. El enrarecimiento del aire o la densidad mística del Kailash parecen disolver las verdades nacidas del mundo físico y abrir una mirada más lúcida y llena de maravillas. En las pendientes de Kailash la realidad se trastoca. “En un corto sendero (…) la huella del pie de un maestro tántrico se mezcla con la de cinco familias de danzarinas celestiales, y a una imagen creada por si misma de la consorte de Demchog, le sigue la de un protector airado. Luego está el pezón petrificado de una diablesa y una cueva sagrada para Avalokitesvara, que cura la lepra, y por fin las huellas en piedra de los lamas kagyupa, a las que el autor, de alguna manera, añade las suyas.”

El viaje de Thubron se desdobla y va abriendo a lo largo de su curso dimensiones nuevas. Podía haber sido el relato testimonial de un extraño en el esforzado periplo por las tierras altas de Nepal y Tíbet hasta alcanzar el Kailash. Pero al emprenderlo en soledad, con el apoyo solamente de un guía y un porteador, dejando la puerta abierta a la reflexión y al encuentro consigo mismo, Thubron dirige también la mirada hacia un universo espiritual tan sólido como el universo físico.

Poco a poco, paso a paso, Thubron se aproxima a su objetivo hasta alcanzarlo y en su viaje conduce al lector a un mundo desconocido y lejano cuyas distancias no se miden ya en kilómetros sino en universos.

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viernes, 18 de mayo de 2012

Alí y Nino

Alí y Nino

Kurban Said
Libros del Asteroide, 2012
295 pp.

Son muchos los hilos de los que tirar, y todos interesantes, a la hora de hablar de Alí y Nino. Y no extraña, por ello, que se haya calificado a la novela como el libro más importante de la literatura de Azerbaiyán...



Kurban Said
Libros del Asteroide, 2012
295 pp.





Son muchos los hilos de los que tirar, y todos interesantes, a la hora de hablar de Alí y Nino. Y no extraña, por ello, que se haya calificado a la novela como el libro más importante de la literatura de Azerbaiyán. Siempre es arriesgada una afirmación tan contundente, pero no hay ninguna duda de que la novela cautivará al lector, lo emocionará y le dará elementos para la reflexión con los que podrá entretenerse más allá del tiempo dedicado a la lectura.

Alí y Nino más que una novela intensa es una novela extensa. Porque, en paralelo a la historia de amor que flota sobre el desarrollo de la trama, se despliegan asuntos de hondura histórica y también de rabioso presente. ¿Son ustedes partidarios de eso que se ha dado en llamar la ‘alianza de civilizaciones’? Pues bien, sin que el libro haga teoría alguna, a lo largo de sus páginas se irán enfriando las esperanzas de que esta idea pueda llegar a ninguna parte. La distancia entre unos y otros es tan profunda que habría que volver a crear el mundo para allanar las grietas que separan a quienes están en lados distintos y para que puedan ser aliados fiables y confiados. Pero a lo largo de las páginas también aflora una corriente de entendimiento, una fidelidad radical –me refiero a hundida en las raíces- hacia el otro y una voluntad de superar las diferencias que acaba por dejar un espacio al ‘y por qué no’. ¿Y si fuera que sí?

Esta reflexión, que tiene en la actualidad mucha miga, emerge sin querer en las primeras páginas del libro porque el autor incide en un hecho crucial en las tierras del Cáucaso, desde Georgia al Azerbaiyán. ¿Estamos en Asia o es Europa todavía?

El libro empieza con la voz de un adolescente, casi niño, en la ciudad de Bakú, a orillas del Caspio. Familias importantes, algunas de raigambre persa y musulmanas, armenias y cristianas otras, georgianas con títulos nobiliarios, y también judíos y rusos. Rusos porque el zar extendió sus dominios sobre estas tierras, en esa expansión del imperio hacia el sur que daría lugar a lo que los políticos europeos llamaron ‘the big game’. Y además de rusos otros europeos porque es el momento en que Nobel está perforando en aguas del Caspio y está abriendo a Europa el gran negocio del petróleo. Complejo ¿no?

En este ambiente, y en la voz de este niño, la maravilla del mundo musulmán se expresa de manera clara. La armonía de las costumbres antiguas, el respeto a las leyes, el amor a la tierra, el sabor dulce de las tradiciones, el sabio respeto a la palabra de dios y el tierno reconocimiento de la poderosa bondad del creador hablan de un mundo estable y bello. Tan estable y bello que el lector comprende enseguida que el autor ha elegido a un niño para decir, sin decirlo, que la armonía que rodea al ideal musulmán necesita de la ingenuidad infantil para sostenerse. No hay en Alí y Nino una toma de partido evidente. Y sí hay, en cambio, el deseo de mostrar la difícil convivencia en una tierra tan cargada de diferencias que todo, sobre todo el equilibrio, es en realidad inestable y poco natural.

Estamos a principios del siglo XX, y el pasado enseña que todo han sido guerras en este aparente paraíso de tierras desérticas donde ahora conviven tantas gentes distintas supuestamente en paz. Unas tierras de amores divididos, que se sienten europeas a veces y asiáticas otras. Si no fuera por Rusia, tan atrasada, Bakú tendría su lugar en Europa. Quienes conocen la historia, musulmanes o cristianos, saben que por ahí pasó Alejandro y en su memoria resuenan los mitos griegos y la leyenda de Jasón y el vellocino de oro. Europa no se extingue así como así, se hermana con Asia y ha puesto su semilla en el Azerbaiyán, y una promesa de progreso. Y al mismo tiempo, hay raíces también llevan el alma a gozar de la dureza de las gentes del Karabaj, de la cordialidad de los vecinos georgianos, de la sospechosa hermandad de los turcos sunitas y de su codicia sobre las tierras azerbaijanas. Y hay, por supuesto, una admirada fidelidad hacia ese Irán, decrépito y glorioso al mismo tiempo, fanático y exquisitamente culto, envuelto en la poesía, y que sigue siendo un faro que atrae la mirada de quienes dudan si pertenecen a Europa o a Asia.

El Cáucaso es casi una tragedia debido al peso de la historia. Una tragedia aliviada a diario por la luz esperanzadora del amor. La sed oriental de sangre marca a los hombres y sale a la luz frente a cualquier amenaza. Hombres astutos que han hecho de la desconfianza una norma en la vida. “No perdones nunca a tus enemigos, que nosotros no somos cristianos. No pienses en el mañana, que eso acobarda, y no olvides nunca la fe de Mahoma, la de la doctrina chií…” Pero al mismo tiempo son muchos años los vividos al lado de esos cristianos convertidos en vecinos, con sus ciudades de calles anchas y rectas, poderosos y lanzados al progreso.

El título del libro propone, ya de entrada, la contradicción que separa y que une a los personajes y a su entorno. Alí un nombre que resume las esencias del Islam y Nino, la santa patrona de la cristiana Georgia. A partir del enamoramiento sin fisuras de ambos personajes se teje una historia apasionante. Merece la pena dejarse llevar por la novela y entrar en este mundo del que los occidentales sabemos tan poco y nos parece tan alejado. Quienes tomen Alí y Nino en sus manos se asomarán a la vida de gentes y a lugares de los que casi no tenían noticias y entenderán por qué en la cubierta se afirma que se trata del libro más importante de la literatura de Azerbaiyán.

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lunes, 7 de mayo de 2012

No es un deporte de riesgo

No es un deporte de riesgo

Nigel Barley
Anagrama 2012
259 pp.

¿Recuerdan haber leído El antropólogo inocente o Una plaga de orugas y haberse reído generosamente con la lectura? Bueno, pues Nigel Barley conserva en No es un deporte de riesgo el mismo humor del que hacía gala en sus libros anteriores....



Nigel Barley
Anagrama 2012
259 pp.





¿Recuerdan haber leído El antropólogo inocente o Una plaga de orugas y les suena haberse reído o al menos sonreído generosamente con la lectura? Bueno, tanto si es así como si no, no deben preocuparse si cae entre sus manos No es un deporte de riesgo, porque Nigel Barley conserva el mismo humor, sino más todavía, del que hacía gala en sus libros anteriores.

Para quienes no conozcan al autor hay que avisarles de que es un antropólogo, o un etnógrafo, como él dice. Pero su personalidad lo coloca en las antípodas de un Levi Strauss, por ejemplo, o de cualquier colega bendecido por el éxito. Barley ve su propia vida con desparpajo y la de los demás con la misma frescura y con humor también. Si la antropología es su oficio, también la ve como un terreno donde aplicar la ironía y donde poner distancia, con socarronería y gracia, a eso que se llama la ciencia .

No es que Barley sea un crítico avispado. Es que seguramente le corre la cabeza a una velocidad mayor que a la mayor parte de mortales. Y los caminos de su razonamiento desbordan la lógica más previsible para sorprender la mayor parte de las veces con sus comentarios y apreciaciones. Barley tiene la capacidad de andar unos cuantos pasos por delante del lector y de contar las cosas tomando una tangente tan inesperada como certera.

Hemos dicho que es antropólogo. Pero su antropologia sobrepasa la profesión, se convierte -sin que lo haga público- en una condición vital. La realidad es que vive de antropólogo. Viaja para estudiar a pueblos exóticos y se va al otro lado del mundo en busca de ellos. Pero empieza ya su libro sorprendiéndose de que nadie en su sano juicio pueda tenerle afición a algo que requiere pasar calor, dormir precariamente y sufrir todas las incomodidades del mundo.

Con maldad se refiere a si mismo y a sus colegas como seducidos por algo tan poco serio como puede ser el misterio de lo salvaje. Nada de búsqueda del conocimiento. Como si de un canto de sirena se tratara, nos asegura que “todos los etnógrafos reconocen la llamada de lo salvaje con la certeza con que los musulmanes sienten la repentina y urgente necesidad de ir a la Meca.” Y en ese descrédito de cualquier base racional que guíe a los que se dedican a su oficio, acaba por compadecerse de quienes tienen que soportarlos, que ayudarlos o alojarlos en el curso de sus expediciones por los lugares más inhóspitos. “Probablemente, un antropólogo sea el peor huésped imaginable. Personalmente, no tendría uno en mi casa”, comenta, haciéndose cruces de lo poco recomendables que son los de su gremio.

Desprovisto del oropel de la ciencia, contado con humor y en lenguaje llano, el relato antropológico de Barley se convierte en una divertida crónica de viajes. Un relato en el que se ven examinados tanto el autor como los que le rodean y las circunstancias, disparatadas muchas veces, que se crean. La descripción de Singapur, no puede ser más real ni tampoco más jocosa. Al contar las exageraciones del país, su modernidad a destiempo, su progreso desorientado, el desconcierto que produce la mezcla de razas, culturas y aspiraciones, parece que está inventando el género de la ‘antiguía’. Es decir, de una guía, pero que pone patas arriba hechos y conceptos para componer una caricatura inteligente y aguda.

Y es que sin avisarlo, Barley aplica su ojo de antropólogo mucho antes de llegar a donde viven los indígenas que supuestamente justifican su trabajo. Lo aplica con la distancia y la mirada sorprendida de no entender nada desde el momento en que sale de su casa y empieza su viaje. No le hace falta llegar al País Toraja, que es a donde se dirige. Sólo llegar a Indonesia y ver la calle de las ciudades necesita mostrar su desconcierto y contarnos, por ejemplo, la epopeya que resulta cruzar entre los coches. No se trata sólo de jugarse la vida en el intento, se trata para él de una negociación entre conductores y peatones que los locales –como si de una característica cultural se tratara- practican con éxito cada vez que ponen el pie fuera de la acera evitando el atropello y sorprendiendo al extranjero que intuye la existencia de una esfera del saber para la que él no está preparado.

El antropólogo Barley hace una crónica de su viaje desplegando anécdotas de todas clases que ilumina con su particular capacidad de explicación. La forma de ‘untar’ a un policía y el modo como en sus manos desaparecen los billetes de banco que compara a cómo los peces se deslizan hacia aguas profundas con tanta gracia como rapidez muestra su mirada atenta y menos orientada a la moral que a la observación que haría el científico sobre las costumbres animales.

Pero en este viaje, no todo consiste en aplicar el humor a las sociedades digamos que avanzadas de países lejanos. El País Toraja, que era el objetivo del viaje científico de Barley aparece también y con él un montón de temas que tienen que ver con la vida de sus gentes, con sus tradiciones y con el encuentro de sus raíces remotas con las imposiciones del mundo actual. Siempre en tono informal, el autor penetra en esta sociedad distinta que es la de los toraja y muestra su carácter especial y sus costumbres. Entra en las casas, se hace aceptar por los lugareños, convive con ellos, participa en sus ceremonias, de las que da cuenta detalladamente… Y muestra también el engaño a que suelen estar sometidos lo viajeros occidentales que viajan en manos de guías que improvisan explicaciones tan inexactas como truculentas creadas para el consumo turístico más ramplón.

Barley escribe en buena parte para desmitificar la figura del viajero. Sugiere a éste, a través del humor, una cura de humildad. “Occidente ve como un deber de Oriente ser salvaje y al mismo tiempo misterioso”, dice. Busca confirmar la existencia de un mundo exótico que ha creado en su imaginación. Un mundo exótico plagado de rarezas. Y es ahí donde Barley desvela que las rarezas no están solamente allí donde están los indígenas. Están en forma de ideas preconcebidas, de manías y de condicionamientos culturales en todas partes. De ahí que rascar en ellas se convierta en un juego divertido y aleccionador al mismo tiempo. Un juego con el que la lectura de No es un deporte de riesgo permite pasar un rato excelente.

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martes, 1 de mayo de 2012

Los días de Birmania

Los días de Birmania

George Orwell
Ediciones del Viento, 2005
322 pp.

Orwell conoce Birmania cuando es destinado al país como miembro de las fuerzas del orden del imperio británico. Allí tiene ocasión de ver de cerca uno de los lugares más exóticos de Asia....



George Orwell
Ediciones del Viento, 2005
322 pp.





La vida de Orwell fue variada y agitada al mismo tiempo. De familia modesta, consiguió estudiar en la exclusiva escuela de Eton, para enrolarse luego en la policía militar, alistarse en las Brigadas Internacionales que apoyaron al bando republicano en la guerra civil española, pasar hambre en París, ser profesor y convertirse en escritor reconocido.

Sus libros más famosos –Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja, 1984…- reflejan esta vida y su trayectoria política, crítica en todos los casos. Entre ellos no se encuentra Los días de Birmania, que quedó medio olvidado como un eslabón al principio de la cadena de escritos que lo consagrarían como un autor de relieve en la literatura del siglo XX.

Orwell conoce Birmania justamente cuando es destinado al país como miembro de las fuerzas del orden del imperio británico. Allí tiene ocasión de ver de cerca uno de los lugares más exóticos de Asia. Y lo hace desde el papel de funcionario del gobierno y, por consiguiente, desde el espacio reservado a los blancos que ocupaban una posición de autoridad y que asumían el gobierno del país. Los días de Birmania reflejan esta posición en forma de novela y cuentan tanto o más del mundo cerrado y exclusivo de la colonia británica que de Birmania, que aparece en buena medida como telón de fondo en el escenario sobre el que desarrollan su vida los exquisitos ingleses.

¿Pasa Orwell de puntillas sobre el país al que se refiere en el título del libro? No, lo que ocurre es que Birmania, tanto como un país, es una colonia. Y Orwell se ha convertido en un convencido crítico del sistema colonial y quiere poner el acento justamente en esta condición de colonia, que entraña vicios y perversiones.

Orwell se refiere en realidad a una Birmania que ya no existe, a un mundo desaparecido. Pero su relato tiene interés porque tampoco hace tanto tiempo desde que la mitad de Asia estaba bajo la tutela de países extranjeros. Escribe en 1934, en pleno siglo XX cuando sigue para algunos viva la idea de que el imperio ha puesto orden, ha dado cultura y ha provisto de riqueza a aquellos países cubiertos por su extenso manto. Y, sin embargo, ese mismo imperio resulta para otros un sistema decrépito, ineficaz y orientado al expolio de las riquezas codiciadas por Inglaterra.

Una extraña historia de amor, o de amores, está en el fondo de la novela. Una historia que remueve las aguas de la colonia británica en una ficticia población, en Kyauktada, perdida en el norte del país. Blancos, británicos, con cargos importantes, pero todos ellos incompetentes, ridículos, inmorales y borrachos son los principales personajes que mueven la acción. Sobre todo borrachos porque la bebida es el único esparcimiento que comparten todos desde el desayuno hasta la hora de dormir. Y racistas, declaradamente racistas, porque su relación con el entorno está construida sobre el binomio mando/obediencia que parte del principio de que el indígena no tiene más valor que el de servir al blanco en los trabajos y en los caprichos.

Birmania aparece en la novela a través de los criados, a través de los animales, de los paisajes y del calor agobiante que desde la mañana extenúa a todos mientras se espera que lleguen las primeras lluvias del monzón. Pero aparece también mostrando su peor aspecto en forma de corrupción y de ejercicio perverso del poder. Una mezcla que nace de la maldad y de la ambición humanas, que anida en el corazón de algunos personajes y que la administración de la colonia cultiva en su irresponsable ejercicio de sus obligaciones.

Si la India ha sido el escenario de muchos libros que recogen las esencias del imperio británico, Orwell ha elegido Birmania para novelar su experiencia y sacarle los colores a la sociedad inglesa. Pero también para llevar hasta Europa la imagen de un país, casi desconocido, lleno de exotismo y opaco para el exterior, que permite soñar en esa Asia lejana que con tanto misterio se muestra a la imaginación del lector.

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