lunes, 7 de mayo de 2012

No es un deporte de riesgo

No es un deporte de riesgo

Nigel Barley
Anagrama 2012
259 pp.

¿Recuerdan haber leído El antropólogo inocente o Una plaga de orugas y haberse reído generosamente con la lectura? Bueno, pues Nigel Barley conserva en No es un deporte de riesgo el mismo humor del que hacía gala en sus libros anteriores....



Nigel Barley
Anagrama 2012
259 pp.





¿Recuerdan haber leído El antropólogo inocente o Una plaga de orugas y les suena haberse reído o al menos sonreído generosamente con la lectura? Bueno, tanto si es así como si no, no deben preocuparse si cae entre sus manos No es un deporte de riesgo, porque Nigel Barley conserva el mismo humor, sino más todavía, del que hacía gala en sus libros anteriores.

Para quienes no conozcan al autor hay que avisarles de que es un antropólogo, o un etnógrafo, como él dice. Pero su personalidad lo coloca en las antípodas de un Levi Strauss, por ejemplo, o de cualquier colega bendecido por el éxito. Barley ve su propia vida con desparpajo y la de los demás con la misma frescura y con humor también. Si la antropología es su oficio, también la ve como un terreno donde aplicar la ironía y donde poner distancia, con socarronería y gracia, a eso que se llama la ciencia .

No es que Barley sea un crítico avispado. Es que seguramente le corre la cabeza a una velocidad mayor que a la mayor parte de mortales. Y los caminos de su razonamiento desbordan la lógica más previsible para sorprender la mayor parte de las veces con sus comentarios y apreciaciones. Barley tiene la capacidad de andar unos cuantos pasos por delante del lector y de contar las cosas tomando una tangente tan inesperada como certera.

Hemos dicho que es antropólogo. Pero su antropologia sobrepasa la profesión, se convierte -sin que lo haga público- en una condición vital. La realidad es que vive de antropólogo. Viaja para estudiar a pueblos exóticos y se va al otro lado del mundo en busca de ellos. Pero empieza ya su libro sorprendiéndose de que nadie en su sano juicio pueda tenerle afición a algo que requiere pasar calor, dormir precariamente y sufrir todas las incomodidades del mundo.

Con maldad se refiere a si mismo y a sus colegas como seducidos por algo tan poco serio como puede ser el misterio de lo salvaje. Nada de búsqueda del conocimiento. Como si de un canto de sirena se tratara, nos asegura que “todos los etnógrafos reconocen la llamada de lo salvaje con la certeza con que los musulmanes sienten la repentina y urgente necesidad de ir a la Meca.” Y en ese descrédito de cualquier base racional que guíe a los que se dedican a su oficio, acaba por compadecerse de quienes tienen que soportarlos, que ayudarlos o alojarlos en el curso de sus expediciones por los lugares más inhóspitos. “Probablemente, un antropólogo sea el peor huésped imaginable. Personalmente, no tendría uno en mi casa”, comenta, haciéndose cruces de lo poco recomendables que son los de su gremio.

Desprovisto del oropel de la ciencia, contado con humor y en lenguaje llano, el relato antropológico de Barley se convierte en una divertida crónica de viajes. Un relato en el que se ven examinados tanto el autor como los que le rodean y las circunstancias, disparatadas muchas veces, que se crean. La descripción de Singapur, no puede ser más real ni tampoco más jocosa. Al contar las exageraciones del país, su modernidad a destiempo, su progreso desorientado, el desconcierto que produce la mezcla de razas, culturas y aspiraciones, parece que está inventando el género de la ‘antiguía’. Es decir, de una guía, pero que pone patas arriba hechos y conceptos para componer una caricatura inteligente y aguda.

Y es que sin avisarlo, Barley aplica su ojo de antropólogo mucho antes de llegar a donde viven los indígenas que supuestamente justifican su trabajo. Lo aplica con la distancia y la mirada sorprendida de no entender nada desde el momento en que sale de su casa y empieza su viaje. No le hace falta llegar al País Toraja, que es a donde se dirige. Sólo llegar a Indonesia y ver la calle de las ciudades necesita mostrar su desconcierto y contarnos, por ejemplo, la epopeya que resulta cruzar entre los coches. No se trata sólo de jugarse la vida en el intento, se trata para él de una negociación entre conductores y peatones que los locales –como si de una característica cultural se tratara- practican con éxito cada vez que ponen el pie fuera de la acera evitando el atropello y sorprendiendo al extranjero que intuye la existencia de una esfera del saber para la que él no está preparado.

El antropólogo Barley hace una crónica de su viaje desplegando anécdotas de todas clases que ilumina con su particular capacidad de explicación. La forma de ‘untar’ a un policía y el modo como en sus manos desaparecen los billetes de banco que compara a cómo los peces se deslizan hacia aguas profundas con tanta gracia como rapidez muestra su mirada atenta y menos orientada a la moral que a la observación que haría el científico sobre las costumbres animales.

Pero en este viaje, no todo consiste en aplicar el humor a las sociedades digamos que avanzadas de países lejanos. El País Toraja, que era el objetivo del viaje científico de Barley aparece también y con él un montón de temas que tienen que ver con la vida de sus gentes, con sus tradiciones y con el encuentro de sus raíces remotas con las imposiciones del mundo actual. Siempre en tono informal, el autor penetra en esta sociedad distinta que es la de los toraja y muestra su carácter especial y sus costumbres. Entra en las casas, se hace aceptar por los lugareños, convive con ellos, participa en sus ceremonias, de las que da cuenta detalladamente… Y muestra también el engaño a que suelen estar sometidos lo viajeros occidentales que viajan en manos de guías que improvisan explicaciones tan inexactas como truculentas creadas para el consumo turístico más ramplón.

Barley escribe en buena parte para desmitificar la figura del viajero. Sugiere a éste, a través del humor, una cura de humildad. “Occidente ve como un deber de Oriente ser salvaje y al mismo tiempo misterioso”, dice. Busca confirmar la existencia de un mundo exótico que ha creado en su imaginación. Un mundo exótico plagado de rarezas. Y es ahí donde Barley desvela que las rarezas no están solamente allí donde están los indígenas. Están en forma de ideas preconcebidas, de manías y de condicionamientos culturales en todas partes. De ahí que rascar en ellas se convierta en un juego divertido y aleccionador al mismo tiempo. Un juego con el que la lectura de No es un deporte de riesgo permite pasar un rato excelente.

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