jueves, 22 de enero de 2015

Las vacas de Stalin

Las vacas de Stalin

Sofi Oksanen
451 Editores
474 pp.

'Las vacas de Stalin' no es un ajuste de cuentas con paraíso comunista que nada tuvo de paraíso, es más bien una reconciliación entre la nueva Estonia y la Estonia que fue años atrás.


Sofi Oksanen
451 Editores
474 pp.





Una atmósfera confusa y un relato que va desgranando indicios para que el lector componga, a lo largo de las páginas iniciales del libro, la escena donde transcurre la acción, acompañan el comienzo de Las Vacas de Stalin, una novela que va proyectando su luz sobre Estonia, la vieja Estonia comunista y la Estonia más reciente después de recuperar su independencia. Y también sobre Finlandia, una especie de hermana afortunada que se emancipó para vivir las mieles del mundo capitalista en lugar de sufrir la penuria del imperio soviético.

Sofi Oksanen, la autora, se hizo popular con Purga, su primer libro publicado en español, articulado en torno a una fugitiva enfrentada al pasado y al duro presente de los países afectados por el naufragio del mundo comunista. Ahora, con Las Vacas de Stalin, asistimos desde un ángulo bien distinto al mismo naufragio. Asistimos, a medida que se va haciendo luz, a través de la vida de la protagonista, a la vida en Estonia y al ambiente perverso pero soportable de una cotidianidad impuesta por Rusia y su modelo soviético.

Ni Estonia ni Finlandia aparecen de primeras en el relato de Sofi Oksanen, o al menos con suficiente claridad para que el lector las perciba. La protagonista es una joven bulímica más afectada por sus problemas de alimentación que por otra cosa. Ella, tal y como también era el personaje principal de Purga, vuelve a ser una fugitiva. Como paso a paso el lector intuirá, todos en Estonia son de alguna manera fugitivos. Todos soportan el peso de un entorno oscuro, que obliga al disimulo, que fuerza en las personas una alerta permanente, que obliga a protegerse para no caer en mayor desgracia de la que trae de por sí el día a día. A su manera todos viven en la desconfianza y todos asumen cierto grado de clandestinidad.

Los desarreglos de Anna, nuestro personaje, son una premonición para el lector, son el síntoma de los males que aquejan a un país y que poco a poco se lirán haciendo más claros. Y también un síntoma de los males que soportan las gentes que buscan sobrevivir y caen en las miserias que la situación les impone.

La bulimia que afecta al personaje que da vida al libro está presente todo el tiempo como la punta de un iceberg que reclama la atención y oculta cuanto hay debajo de ella. Pero el desasosiego del comer y del no comer se alimenta de los desasosiegos de una vida degradada donde no hay puerto seguro, ni identidad a la que agarrarse. Hablamos de la Estonia socialista donde crecieron las últimas generaciones y que sigue pesando todavía en ellas, a pesar de la nueva independencia. Como en todos los países que han vivido una historia traumática, cada momento se observa teñido por la luz de unas circunstancias que dejaron mella en las conciencias de las personas.

‘En todas partes hay que hacer cola -recuerda nuestra protagonista-  en las paradas de taxis, en la tienda de telas, en las cafeterías...’, incluso para llegar al mostrador vacío de la carnicería. Como recuerda también las angustias de cruzar la frontera ocultando siempre algo comprado en el extranjero que en la aduana se pudiera descubrir. Algo que ponía fuera de la ley a cualquiera porque la supervivencia obligaba a los trapicheos que aquí o allá pudieran hacer más fácil la vida, la vida propia o la de algún familiar o la de un amigo al que devolver un favor.

La desventura de la bulimia que se apodera obsesivamente de Anna es un secreto celosamente guardado, algo que ocultar, que no puede hacerse visible a los demás, lo mismo que tampoco es fácil de confesar la condiciòn de estonio, ciudadano de un país miserable, un país que sólo cuenta para que los finlandeses se emborrachen a cuenta de un alcohol a precio de saldo, y se diviertan con las mujeres dispuestas a cualquier cosa a cambio de unos pantys traídos de occidente. En definitiva un país del que sentir vergüenza.

Sin embargo Las vacas de Stalin no es lo que pudiera parecer. No es un ajuste de cuentas con paraíso comunista que nada tuvo de paraíso. Discurriendo por un camino hecho de síntomas -el hambre, los vómitos, los silencios, la medicaciòn, los alimentos seguros y los no seguros…- es en realidad un relato íntimo y por ello mismo complejo. Un relato de amor y de odio hacia Estonia. Hacia una Estonia que ha evolucionado ella también para acercarse a Europa y para ganar y, al mismo tiempo, perder en el camino. Para ganar en modernidad y en libertades y para perder sus aromas añejos, para cambiar en nombre de la modernidad una parte de esa alma enraizada en el pasado y que forma parte también de las esencias de un pueblo entero.

Confirmando los cambios ocurridos tras la independencia de Rusia, nuestra protagonista señala que ahora ‘el Pradva ya no sirve de papel higiénico’. Pero esta liberación no supone transmitirle al lector una visión idílica de una Estonia capaz al fin de ser ella misma. El pasado, como no podía ser de otra manera, pesa y forma también parte del presente. Y por ello la Estonia que nos trae Sofi Oksanen es tanto el resultado de una ruptura como de un encuentro. Un encuentro donde, a pesar de las diferencias entre unos y otros y de las tensiones entre lo nuevo y lo viejo, hay, sobre todo, una reconciliación.

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